Mi vela

La vela lleva un tiempo encendida. Los goterones de cera agotan su combustible líquido milímetros antes de llegar a su meta mesetaria, congelada su alegría de corredores en un rictus de euforia pétrea, la de los sueños felices que no se cumplen por deleitarse adormilados en lo que está a punto de ocurrir sin que nunca llegue a hacerlo: hollar el fondo del bote de aceitunas que liba su segunda vida como improvisado sujetavelas.

Envidiosa de su blancura cérea, la uña arranca las gotas como lapas de la roca, y las une anónimas, desprovistas ya de su talento, de sus carreras verticales, de sus sudores atléticos, en una bola de arcilla indecisa, que ahora es cara de ogro y luego cuenco de agua, después púa de erizo y entonces rueda de carro, que vela ya no es sin su alma de péndulo.

Vela, mi vela, vela encendida y vela feliz que verla triste y apagada ya pude en la penumbra del cajón, en la cueva de mis primeros años.

Indeterminación

Entre calada y calada, un pensamiento impulsado por la pequeña máquina de vapor cilíndrica que cuelga de mis labios avanza contra la pendiente del tedio como un motor de dos tiempos, inhalación y exhalación. Entonces, el humo empuja los términos de un lado a otro de la ecuación hasta despejar la incógnita y llegar a la temida indeterminación que no soluciona nada: ∞/0. Dejo el cigarrillo sobre un cuenquito de papel de aluminio deslucido de tizne y vuelvo al trabajo entre papeles. «Si las drogas no sirven no me queda más que apretarle las tuercas a Teclas». Arranco de un tirón el trozo de cinta americana que oculta la pantalla LCD de Teclas y lanzo la calculadora contra la pared con todas mis fuerzas, que milagrosamente vuelve de rebote al mismo lugar de la mesa donde estaba castigada. Miro su mirada y sólo recibo odio de cristal líquido en forma de fracción: 3/0. Una vez tras otra estrello el cigarrillo sobre el cero, como si la pavesa pudiera cambiar la identidad de la cifra, pero sólo la decora con arabescos humeantes. «La rabia no servirá de nada». Voy a la cocina, abro la nevera y tomo una cerveza fresca. Con un hálito de sospecha escudriño la etiqueta del inmerecido premio para llevarme mi merecido castigo: 0/0.

Usos y Muelles

Alguien abrió las puertas ruidosas del Borondón como quien abre la puerta de salida del hipódromo y en lugar de caballos salen a la carrera dinosarios emplumados de vivos colores montados por monos narigudos chillones. Y es que el extraño lucía bombín, bigote afilado, lentes redondas y la mirada perdida, como un escritor decimonónico subiéndose desafiante al carrito destartalado de la montaña rusa llamada siglo XX. Nadie en el local supo ignorar la llamativa imagen del recién llegado, y menos aún cuando en primer lugar se situó en el centro de la sala, entre dos mesas ocupadas por chicas jóvenes de celebración, carraspeó, y con voz impostada, comenzó a recitar unas líneas del denostado Darío Berrúo, el poeta maldito de este pueblo de Muelles:

Grandes puntales en Muelles saltan/donadores de gracia y desparpajo/¡arriba!/pateadores de camas/¡abajo!/y entre arriba y abajo nada/nadan/en estilo braza y abrazan/las carteras que hubiere a mano…

A mitad de relato, ya le llovían improperios y abucheos de todo el Borondón, y alguna que otra servilleta de tela impregnada de la grasienta salsa de tomate que solía acompañar al magro de la tapa. El extraño hubo de interrumpir los versos, que no por ácidos se salvaban de medianear en la llana irrelevancia del autor, y salir por piernas, las de las jóvenes celebrantes, que ya estaban haciendo pie en las nalgas escurridizas del improvisado poeta.

Y esto fue lo más relevante en este año que se acaba hoy. Muelles y su gente, las más de las veces tomando unas cervezas y charlando en las mesas del Borondón, son de usos simples y humildes, y raramente dan que hablar. Sólo queda celebrar la llegada del nuevo año en la plaza mayor, junto al gran reloj del patíbulo, el único que marca la hora exacta de los grandes acontecimientos.

Savia

Una gota láctea asoma lentamente del tallo herbáceo cortado, reuniendo lentamente reflejos de luz de luna y nitrógeno gaseoso en una esfera creciente de dolor sin odio, como una flor se abre al día de su muerte, serena y acogedora. Aterradora en su exhibicionismo sensual, en su curva turgente de susurros de amor, compone cantos mortales a insectos y hombres, que sólo escucho yo, ignorante de las ceras protectoras de Ulises y Dédalo. Y la tomo enajenado en mi dedo, donde alimenta extrañas hortalizas cultivadas por diminutos labradores de surcos de piel, los frutos de la curiosidad.

Cuento #5

¿Si no te puedes fiar de lo que promete el título de un libro, en qué clase de mundo desnaturalizado vivimos? Ni el descuido de un autor de tres al cuarto al que no reconoce ni el sensor de huella dactilar de su móvil, ni una merma accidental por el manejo del pdf pirata justifican que «5 cuentos y una soga al cuello» acabe después de 4 historietillas breves, sin cuento #5, ni soga ni na…

La primera, anodina y mal escrita, con seguridad la primera aproximación del autor a una página en blanco. La segunda, con pies de oro, o más bien de plomo, y cabeza de barro, estropeada a cada articulación. La tercera, la única buena por breve, ya que se acaba en una exhalación de 93 palabras. La cuarta reúne y supera a las demás, pero sólo en carencias, ya que suprime lo poco interesante de ellas.

Esperaba con ansia la quinta, por ver cómo el autor destiñe aún más el amarillo lejía de su colada de fantasmas. Pero no está, como no está la única persona que hacía los días de viento y sol, y las horas de té y mazapán en mi sofá para dos. Desde entonces no se me ocurre sentarme en él, plagado de ausencias tóxicas. Ni enciendo la tele, demasiado grande y expresiva para mí, convertida en un marco que se pregunta dónde está el cuadro que le da su razón de ser. Pero todo está bien, no hay día sin recompensa ni acción sin reacción… Como el cuento #5 y la soga al cuello, deseo y consecuencia del deseo, que cada uno escribe y representa a su antojo según surge de la negra chistera de sus circunstancias. Ando y desando el cuento y yo decido su final, necesaria contribución del lector al cuento inconcluso del mal escritor.

Cuento roto de navidad

Las hojas amarillentas del chopo acogen mis pisadas con el conformismo embarrado de un felpudo a las puertas abiertas del bosque.

Tuvo Armando la desafortunada idea de regar con miel el turrón duro sobre la bandeja, aparentemente demasiado dulce y pringoso para todos menos para las bolitas de lana que desprende su jersey de renos.

El avión se aleja irremediablemente del lugar donde nací, hacia los robles del norte, los puestos de navidad y el vino caliente. Vino contra el frío ¿para qué él vino?

Vapores y humos cierran la noche iluminada en un palo de algodón de azúcar negro, yo la engullo.

Cuento sobre negro

Black no hará nada especial, ni tropezará casualmente con una solitaria bibliotecaria con gafas, ni encontrará el cadáver del portero en el cuarto de contadores, ni tendrá una pelea familiar con su hija adolescente. Irá a comprar el pan, dará un traspiés con una baldosa rota de la calle, sin consecuencias, y odiará su trabajo en silencio, sin decir una palabra y sin que un narrador chivato cuente ni uno de los desencuentros con su jefe. Entonces, todos los conflictos internos de Black cristalizarán en un desenlace que sólo aquellos que hayan seguido con precisión sus silencios podrán interpretar. Black zancadilleará discretamente a una persona anónima que corre hacia el autobús, y tomará nota cumplida de las consecuencias de su acto siguiéndola durante todo el día. Anotará si pierde el autobús y toma a un taxi para no llegar tarde a no sé dónde, si el golpe en su pierna le provoca una cojera temporal, o si una bicicleta de reparto le pasa por encima en el momento de la caída. Esa será su única actividad hoy.

Black vivirá una rutina no guionizada, escrita por mí, no una inteligencia artificial insensible a los problemas de Black. Alguien diría que escribir una historia a día de hoy, en que ni una sola novela o ensayo con un éxito razonable tiene autor humano, es una debilidad romántica contraria a los tiempos. Ya se encargan las editoriales de contar con las IA mejor entrenadas en satisfacer los gustos del lector. Pero, estoy seguro de que todavía no hay una máquina capaz de escribir lo que sale de mi mente, de darle a Black una existencia genuinamente humana. Por eso insisto en bordear las sendas de la locura y el fracaso, aquéllas que todos evitan para tener una vida plena y cómoda. No sé de amor ni amistad, ni solidaridad ni principios morales, ni salvación ni construcción, pero ¿para qué iba Black a necesitar de todo eso?

Airrumbre

Aire golpeador amaga y dispara ráfagas de nitrógeno y oxígeno a mi propia cara,

masoquista y vulnerable a los picotazos de hielo invisible,

que poco a pico alcanzan los bronqui o los bronquiolos,

y se trocan en tibios hatillos de arena, fina, en el intestino, grueso.

Que tendría que ir al descampado a hacer unas cuclillas, susurra la voz,

vieja conocida,

más fuerte cuanto más rechazo su insistencia de niño malcriado,

de pepito grillo insumiso a las deudas del hombre,

al querer de la navaja por un brillante traje grana,

ese que espera en la penumbra a mi deudor.

Plaga de sapolebras

Me gustaría comenzar esta historia con una verdad sanitaria, porque no sé si llegaré a contar alguna otra verdad en el poco tiempo que queda, y quisiera creer que ese mínimo recuerdo de honradez puede servirme de asidero personal cuando todo, tal vez, se desmorone: He matado a mi padre, o al menos alguien que caminaba conmigo cuando yo creía que el que estaba a mi lado era mi padre, y no espero castigo por ello.

Todo aquello que hace al caso empezó hace ocho horas, en el largo recorrido de reconocimiento de principio de año. Después de diez años ininterrumpidos podría decirse que cumplir esta deuda junto a Ro, mi padre, se había convertido en una tradición familiar más, como la cena del solsticio o la tamborrada de los sapolebras. Los mismos diez años que la ciudad lleva obligando a todos los mayores de edad a recorrer sus caminos en grupos de dos, hablando sin parar durante un día entero, para que los susurros sibilinos de los sapolebras no se adueñen del pensamiento y las manos de los pocos que quedamos sensatos.

Hasta hoy, en que nada volverá a ser como antes.

Debí haber interrumpido antes el ensimismamiento apesadumbrado que siguió a la confesión de Ro, entre imágenes funestas de pulmones y arterias contrariadas. No hay peor consejo que el lamento, ni puerta mayor para los sueños inducidos de los sapolebras, que aprovechan la debilidad de la tristeza para enseñarte aquello que te convierte en otro: las largas colas hasta los infiernos de hambrientos que horadan la piel de otros en busca de un hígado que rustir sobre los cantos abrasados, los enormes insectos humanos que quiebran su exoesqueleto para mostrar su carne rosada que es seccionada y devorada en el momento por los presentes, las moscas que entran y salen a voluntad por orejas, bocas y llagas, los excrementos deslizándose sobre los miembros como niños en un tobogán… imágenes de la enajenación voluptuosa, del desencuentro, o al menos eso es lo que se dice.

No sé cómo lo he notado, si en la crispación de su mirada, o tal vez la forma en que empuñaba la navaja con la que suele tallar sus conejitos naifs en corteza de pino, pero cuando ha balbuceado esas palabras, sobre que quería mi sangre dulce, no he podido hacer otra cosa que impedir que llegara a más, que corriese al redil de los sapolebras, o que me convertiese a mí mismo en uno de ellos. No he podido atrapar al susurrante que lo ha convertido, pero he cumplido mi deber con él y con la sociedad humana. Aunque no con su hijo.

Ando y reando, pero no encuentro el camino. No sé volver a casa, que ya no habrá casa para mí. Sólo maleza y desdén que apartar. Sólo susurros en mi mente, y una navaja que solía usarse para tallar conejos de la suerte.

Mascotash

—Rómpame usted la crisma si quiere, pero déjeme antes que ponga esta bolsa en el suelo, que ahí llevo las medicinas para la diarrea de mi perro Káiser —gritó con una aguda estridencia lastimera el pequeño viandante con pantalones cortos que bien cubrían las 3/4 partes de la longitud de sus piernas y camisa ancha de cuadros al ver al gigante aparecer de sopetón tras el recodo de la calle, bronco e hiperactivo, peleándose con un saco de arpillera loco en una mano y empuñando una cuchara sopera en la otra, apercibiéndose a duras penas de la presencia de un gnomo leñador aterrado a sus pies.

—No se preocupe por la ñorda de su perro en esa bolsa. Déjela ahí, en el suelo, y ayúdeme con Sultán, que se ha vuelto a tragar medio bote de pimienta cayena y no quiere tomarse su jarabe para la tripa—replicó el ogro mientras trataba inútilmente de introducir la cuchara llena de un líquido encarnado en la bolsa de arpillera voladora.

—No oiga, nada de ñorda, mire, son medicinas, que mi Káiser anda suelto —añadió el enano de voz aguda, mientras de la arpillera salía un pájaro de vivos colores y vivo carácter, sujeto a duras penas por una manaza estrechando una de sus patas, y la cuchara desaforada de la otra mano se introducía en el mismo gaznate que deglutía el doble sentido de las palabras que acababa de pronunciar. A su vez, el loro acabó en su huida dentro de la bolsa de remedios caninos, dos botecitos de vidrio que tragó impulsivamente, al confundirlos con sendos dispensadores de clavo y sal maldon.

—Sultán, pase la cayena, pero ¿una mierda de perro?