Me gustaría comenzar esta historia con una verdad sanitaria, porque no sé si llegaré a contar alguna otra verdad en el poco tiempo que queda, y quisiera creer que ese mínimo recuerdo de honradez puede servirme de asidero personal cuando todo, tal vez, se desmorone: He matado a mi padre, o al menos alguien que caminaba conmigo cuando yo creía que el que estaba a mi lado era mi padre, y no espero castigo por ello.
Todo aquello que hace al caso empezó hace ocho horas, en el largo recorrido de reconocimiento de principio de año. Después de diez años ininterrumpidos podría decirse que cumplir esta deuda junto a Ro, mi padre, se había convertido en una tradición familiar más, como la cena del solsticio o la tamborrada de los sapolebras. Los mismos diez años que la ciudad lleva obligando a todos los mayores de edad a recorrer sus caminos en grupos de dos, hablando sin parar durante un día entero, para que los susurros sibilinos de los sapolebras no se adueñen del pensamiento y las manos de los pocos que quedamos sensatos.
Hasta hoy, en que nada volverá a ser como antes.
Debí haber interrumpido antes el ensimismamiento apesadumbrado que siguió a la confesión de Ro, entre imágenes funestas de pulmones y arterias contrariadas. No hay peor consejo que el lamento, ni puerta mayor para los sueños inducidos de los sapolebras, que aprovechan la debilidad de la tristeza para enseñarte aquello que te convierte en otro: las largas colas hasta los infiernos de hambrientos que horadan la piel de otros en busca de un hígado que rustir sobre los cantos abrasados, los enormes insectos humanos que quiebran su exoesqueleto para mostrar su carne rosada que es seccionada y devorada en el momento por los presentes, las moscas que entran y salen a voluntad por orejas, bocas y llagas, los excrementos deslizándose sobre los miembros como niños en un tobogán… imágenes de la enajenación voluptuosa, del desencuentro, o al menos eso es lo que se dice.
No sé cómo lo he notado, si en la crispación de su mirada, o tal vez la forma en que empuñaba la navaja con la que suele tallar sus conejitos naifs en corteza de pino, pero cuando ha balbuceado esas palabras, sobre que quería mi sangre dulce, no he podido hacer otra cosa que impedir que llegara a más, que corriese al redil de los sapolebras, o que me convertiese a mí mismo en uno de ellos. No he podido atrapar al susurrante que lo ha convertido, pero he cumplido mi deber con él y con la sociedad humana. Aunque no con su hijo.
Ando y reando, pero no encuentro el camino. No sé volver a casa, que ya no habrá casa para mí. Sólo maleza y desdén que apartar. Sólo susurros en mi mente, y una navaja que solía usarse para tallar conejos de la suerte.