La revolución sapista

Ellos fueron considerados unos sectarios antes de beber de la fuente de vino del emperador cojo. Se llamaban a sí mismo sapistas, término derivado a ojo de buen cubero de la palabra sabio, o quizá de sabor, flores ambas de la misma raíz. Lo cierto es que fue una secta con suerte, que bebiendo los males de sus padres supo eructar los remedios de sus hijos.

No había trucos de artificio en sus propuestas, nada que no fuera vislumbrado hace 2000 años y enterrado en la urgencia de la guerra y la economía, en los brotes del capitalismo. Sustituir la adoración del capital por el amor al conocimiento fue un giro copernicano nada desprendido. Fue una necesidad de corte mayor, urdida en los surcos menores de la hélice que todo lo domina, por el emperador cojo de la evolución. Una jugada inspirada de última hora que salvaba la partida eventualmente, a la espera de la siguiente ronda. Una partida perdida de antemano, porque perder y morir es sólo cuestión de tiempo, pero nadie con un mínimo de sentido común deja de celebrar la victoria de hoy por la derrota de mañana. Son las normas del emperador.

Las nuevas reglas eran muy sencillas a la espera de una mayor sofisticación: 1) El saber es lo más valioso y por tanto deseado 2) El conocimiento es la moneda de cambio en las relaciones humanas 3) No hay saberes mejores que otros. Tres simples reglas inventadas por el emperador cojo, energizadas por un solo mecanismo biológico: las cosquillas cerebrales. Un regustito mental tan poderoso y atractivo como el que sustentó la reproducción sexual en momento. Una necesidad verdadera que sólo satisface la contemplación y el intercambio del saber. Una auténtica revolución.

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